El 15 de enero, el Presidente Andrés Manuel López Obrador, instaló la Comisión Presidencial para la Verdad y el Acceso a la Justicia en el Caso Ayotzinapa para asistir a las familias de los 43 estudiantes que desaparecieron en Iguala, Guerrero, en 2014. Fue apropiado —Y encomiable—. Resultados… ninguno hasta la fecha, sin novedades, mismas versiones, misma espera a los familiares.

La desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa conmovió la conciencia de México —Y del mundo entero— como pocas atrocidades en el país lo habían hecho. Esto se debió al gran número de víctimas de una comunidad estudiantil, en su desaparición estuvieron implicadas las autoridades y en su momento y hasta ahora, el Ministerio Público no tuvo la capacidad o la voluntad para encontrarlos.  Pero esto solo vino a remover los crímenes atroces que diariamente se viven en el país. En efecto, en medio de la intensa presión por encontrar a los estudiantes, la Procuraduría General de la República (PGR) siguió indicios que llevaron a los investigadores hasta fosas clandestinas cerca de Iguala y, en unas cuantas semanas, de ellas fueron exhumados 39 cuerpos. Ninguno correspondía a los estudiantes. El interés público que suscitaron las desapariciones en Guerrero animó a otras personas en este Estado a hablar sobre sus propios seres queridos desaparecidos, las familias exigieron investigaciones o empezaron su propia búsqueda, hasta ahora sus esfuerzos han dado como resultado la exhumación de más de 160 cuerpos aunque ninguno de los estudiantes desaparecidos fueron con ellos encontrados.

Víctimas de la delincuencia también otros Estados se movilizaron logrando resultados similares: más de 30 cuerpos fueron encontrados en Nayarit, 200 en Sinaloa, 300 en Veracruz, mientras que 4 mil cuerpos marcaban las cifras en Baja California hasta mayo de este año.

La Comisión Nacional de los Derechos Humanos señala que, en 17 Estados se han hallado más de 1,300 fosas clandestinas —Un informe de periodistas independientes divulgado recientemente acusa una cifra incluso mayor: Casi 2,000 fosas en 24 Estados—. Y éstas son tan solo las que se han encontrado. Según la actual Secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, el país está “Lleno de fosas clandestinas”. Ante la sospecha de que en un determinado sitio puede haber una fosa, grupos de personas unidas en la búsqueda de algún familiar, perforan el suelo con una varilla de hierro, si al extraerla se advierte el olor putrefacto de la muerte, saben que han acertado. De una manera similar, las familias de los desaparecidos —A través de sus tenaces intentos por conseguir respuestas de las autoridades— han logrado penetrar el velo de opacidad que cubre al Estado y han liberado el hedor de la maldad que brota de instituciones gubernamentales, que parecen estar corrompidas hasta la médula.

Ningún término sería proporcional a la magnitud del sufrimiento de estas familias, cuyos miembros no pueden escapar de la tortura psicológica que proviene del desconocimiento del lugar en el que se encuentran sus seres queridos, todos ellos víctimas de la indiferencia de los asesinos pero aún peor, víctimas de la indolencia de los funcionarios ante la necesidad de las familias de encontrar a sus seres queridos y liberarse de la insoportable incertidumbre en la que se encuentran. Actualmente hay más de 37,000 personas desaparecidas o “Extraviadas” en México, según el Gobierno, esta cifra es aún más perturbadora si se confronta con otra: 26,000 cuerpos no identificados en el país; es posible que algunos de los desaparecidos todavía estén con vida en algún sitio, los restos de otros puede que nunca se encuentren, como sucedió con las víctimas de la “Guerra sucia” de la década de 1970, que fueron arrojadas al mar. Algunos de los desaparecidos —Según la actual Secretaria de Gobernación— siguen enterrados en fosas clandestinas, pero muchos de ellos descansan en las morgues, sencillamente a la espera de ser identificados. Identificar estos cuerpos debería ser una tarea relativamente sencilla: Comparar el ADN de los cuerpos y de los familiares de los desaparecidos y verificar cuáles coinciden; pero para eso harían falta instituciones estatales que tengan la capacidad y la voluntad de hacer ese trabajo, algo que, hasta ahora, no se ha visto.

Cuando una ONG local llevó a investigadores independientes a una morgue en Chilpancingo, Guerrero, en 2017, encontraron 600 cuerpos en una instalación con capacidad para 200, había montículos de cuerpos embolsados y apilados sobre el suelo, infestados de gusanos y ratas, el sistema de refrigeración no funcionaba y el hedor que salió del lugar al abrir las puertas era tan intenso, que los agentes del Ministerio Público que trabajaban en un edificio contiguo suspendieron sus labores en señal de protesta. Después, en septiembre, vecinos de un suburbio de Guadalajara, Jalisco, se quejaran por el hedor fétido y la sangre que emanaban de un tráiler estacionado en su vecindario, los medios de comunicación locales revelaron su contenido: 273 víctimas de homicidios, el camión —Alquilado por las autoridades— había estado durante días en distintos lugares en los suburbios de Guadalajara, con el sistema refrigerante averiado, en busca de un lugar definitivo para estacionarse, más grave que no haber mantenido refrigerados los cuerpos, es no haber adoptado medidas para identificarlos. El fiscal de derechos humanos en Jalisco reconoció que se habían hecho registros básicos (Incluyendo ADN) de solo 60 de los más de 440 cuerpos no identificados en el Estado. De manera similar, en la morgue de Chilpancingo, a la mayoría de los cadáveres no identificados nunca se les han tomado muestras de ADN.

Resulta llamativo que lo que provocó las protestas en ambos Estados no fuera la gran cantidad de cuerpos sin identificar, sino el hedor. Esta actitud puede ser comprensible en los residentes de Guadalajara. Pero, ciertamente, a los funcionarios en Guerrero debería haberles preocupado que su propia institución no conservara ni identificara adecuadamente los cuerpos que estaban al lado, sobre todo si se considera la gran cantidad de personas que se presentan regularmente a sus despachos, buscando desesperadamente a sus seres queridos desaparecidos. La desidia no se limita al pobre control de las morgues. Cuando las autoridades toman medidas para identificar los cuerpos, suelen manejar mal la información que recolectan.

Rocío Valencia Moreno es una de esas personas. Su hijo mayor —Un médico de 32 años— fue secuestrado a principios de 2013 en Guerrero, temiendo lo peor, visitó la morgue de Chilpancingo a diario durante meses, los funcionarios le permitieron a ella y a su hijo más joven ver algunos de los cadáveres, pero no todos, muchas veces se desmayaba a causa del hedor. Su peso bajó de 50 a 32 kilos y empezó a sufrir hipertensión, pero nunca dejó de buscar a su hijo, En 2017, una activista que tenía muchos contactos le consiguió una reunión con el entonces Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, quien envió a un equipo a Chilpancingo para investigar. Descubrieron que el cuerpo de su hijo había estado en la morgue todo ese tiempo, fue encontrado y fotografiado por las autoridades locales —Intactas y fácilmente reconocibles— una semana después de que desapareciera, para ella fueron cuatro años de agonía innecesaria.

Baja California no es la excepción, colocándose agónicamente en el séptimo lugar a nivel nacional en desapariciones, especialmente en la Ciudad de Tijuana, una de las Ciudades más inseguras a nivel mundial, en ella impera no solamente el tráfico de drogas y armas, sino el tráfico de personas tanto para su explotación sexual como para el mercado negro. Diariamente desaparecen personas cuyo rostro puede visualizarse en postes de luz mientras transitas por las calles, el SE BUSCA es colocado en cualquier lugar que permita vislumbrar el rostro de quien de la nada ha desaparecido de la vida diaria, ahí están miles de imágenes vagando por las redes sociales, y en ocasiones algunos medios de comunicación.

Hace unos días precisamente se llevó a cabo una misa en honor a todos los hombres y mujeres desaparecidos en Baja California, ¿Dónde? en el mismo lugar en el que alguna vez se disolvieron más de 300 cuerpos en sosa cáustica a manos del llamado “Pozolero”, encargado durante mucho tiempo de borrar toda huella q0ue permita acercar y conocer a los familiares el destino de personas con las que compartieron a diario. Con fotografías grandes y pequeñas las familias recordaban a sus familiares desaparecidos, quizá unas con un poco de esperanza, otras quizá con la idea de no volverlos a ver jamás pero con la mente llena de recuerdos…

Continuará…

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