La gente es extraña. Cuando entré al sexto semestre conocí a un chico que me molestaría más que cualquier persona en mi vida, sobre mis pecas. “Hola Dálmata” era lo que siempre me decía por las mañanas al llegar a la escuela, y yo llena de impotencia, solo respondía: “Hola, Gonzalo”.
Lo curioso es que la semana que entré, conocí a Rubén; él podría ser el sueño de cualquier chica de mi edad, alto fornido y además, cocinaba. Él siempre demostró un interés más allá que una simple amistad.
Un día me invitó a la playa por la noche y acepté.
Nos recostamos en la arena y bajo el cielo estrellado, sin luna, me contó que su padre era el chef de un restaurante prestigioso de la ciudad. “Vaya, eso explica por qué sabes cocinar”, pensé luego de recordar que un día me compartió de su rico almuerzo y dijo que él lo había hecho.
Después de contarme la historia de su vida, yo contarle la mía y caer en cuenta que soy aburrida, nos quedamos callados. Yo lo miré y noté que él observaba el cielo, entonces deduje que perdió el interés en mí.
Cuando desvié la vista a las estrellas, su voz llamó mi atención:
―El cielo es tan precioso.
―De verdad lo es. ―Afirmé para no ser tan callada.
―Me recuerda a tu piel, es tan bella.
― ¿En serio? ―Pregunté al mirarlo y en lugar de recibir respuesta, me besó.
Fue la noche más linda que tuve en la preparatoria y cuando acabó, Rubén me acompañó hasta mi casa y nos despedimos. Aun no éramos novios porque no lo había pedido, pero sabía que no tardaría en hacerlo.
El siguiente día llegó y, como de costumbre, escuché “Hola Dálmata”. Me enojé y respondí con groserías que ni yo misma me sabía. ¿Cómo era posible que Gonzalo viera como defecto a lo que Rubén le fascinaba?
Salí corriendo del salón, molesta, esperando que nadie se me atravesara y me detuve cuando sentí que alguien me tomó del antebrazo. Era Rubén.
― ¿Qué tienes? ―Me preguntó con la voz más dulce.
―Es que el maldito de Gonzalo siempre me molesta por mi piel, a veces quisiera comérmelo.
―Tranquila, tiene que señalar lo que creé que son defectos en los demás para que él pueda sobresalir.
Sonreí después de escuchar eso, lo abracé y supe que nada podría entristecer mi día.
El siguiente día, Gonzalo no me dijo nada, pero tenía un morete en el ojo izquierdo; por fin alguien le había dado su merecido. Al siguiente, el derecho estaba igual y al siguiente tenía moretes en las muñecas y conforme la semana pasó, aparecieron nuevas marcas en su cuerpo, hasta que llegó el lunes y ya no fue a la escuela.
Debo admitir que fue lo mejor que me pudo pasar, dos semanas sin tener molestias, hasta que Rubén me invitó a cenar a su casa. Me pidió que fuera presentable como a una fiesta, porque era una noche especial.
Llegué a mi casa y escogí un vestido rojo que resaltaba todo en mí, y cuando llegué a su hogar, me recibió con un traje de gala y con un gran banquete.
Mientras que comíamos la entrada que era una ensalada, yo recibía alabanzas de su parte, hasta que trajo el plato fuerte. Olía de lo más delicioso; parecía carne de puerco, bañada en salsa roja, picante.
―Debo preguntarte algo. ―Me dijo antes de que tocara tan siquiera el plato. ― ¿Quieres ser mi novia?
― ¡Sí! ―Respondí casi sin pensarlo. Compartimos, sonrisas, miradas y pláticas hasta que terminamos.
―Estuvo delicioso. ―Comenté. ― ¿Qué es?
―Es un guisado, ―Respondió, sonriéndome.
― ¿Qué ingredientes tiene?
―Ah, pues, algo sencillo. Tomate, chile, sal y muslo de Gonzalo.
Quedé atónita con lo que dijo. Algo en su mirada y en su sonrisa macabra había que sentí que dijo la verdad, fue cuando recordé que dije que quería comérmelo.
Me levanté, fui a la cocina y sobre una bandeja estaba su cabeza. Y desde entonces, estoy sola, encerrada en mis pensamientos y sin hacer nada, por el bozal y la camisa de fuerza que me pusieron cuando no pude parar de comer.
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