Por: Jorge Vargas

Mi hermano era un narcotraficante, le gustaba la noche, el “bling bling”, la fiesta, la plata, las balas y el alcohol. Mi hermano era temido, odiado y admirado al mismo tiempo. Era líder de la población, no volaba una mosca sin que él diera la orden, le decían “El Padrino de la 58”, a quien todos buscaban cuando necesitaban algún favor.

Mi casa era muy bonita, el refrigerador siempre estaba lleno, vestíamos ropa de marca, nada me faltaba y los lujos se hacían notar siempre. Richard Verdugo se llamaba, egocéntrico como él solo, decía que tenía todo, que sólo le faltaba ser inmortal para ser el “mero mero”.

En alguna ocasión lo intenté imitar, pero nunca me dejó. Si me veía en malos pasos, donde me cachara me golpeaba, me decía que mejor estudiara, que no fuera como él, que no tenía el talento de calle y que no podría ser como él.
Pero no hay narco eterno, dicen.

Su misma soberbia se encargó de jugarle una traición, su más cercano, su mano derecha, lo vendió a la policía, pero mi hermano no lo permitió. Un 23 de agosto se enfrascó en una balacera, yo me encontraba junto a él y lo vi caer muerto, un tiro en la cabeza terminó con su vida.

Fue un martes en la madrugada que alguien hizo sonar la chapa de la puerta, pensé que se querían meter a la mala, probablemente los enemigos de mi hermano querían robarnos todo. Mi madre tomó una pistola y apuntó, pero cuando aquel intruso abrió la puerta, nos llevamos la sorpresa de nuestra vida. – ¡Hola, mamá, oye, cambien la chapa, con un simple fierrito entré, así de fácil!

¿Tienen unas monedas? Le quedé debiendo plata al taxista y me está esperando afuera para que le pague.

Mi madre estaba emociona, prendió la luz… ¡Estaba ahí, mi hermano estaba en nuestra casa, como si nada hubiese ocurrido! Luego, dijo que tenía hambre y que por favor le cocinaran algo, mi madre se soltó llorando.

– Ven, acompáñame a comer – me dijo.

– No puede ser, tú estás muerto, yo vi cuando te mataron.

– Hermanito, deja de hablar de eso ¿Me extrañaban o no me extrañaban?

– Sí – contestó mi madre, emocionada y conmovida al mismo tiempo.

– Ya pues, aprovéchenme entonces.

Al otro día temprano, tomamos el bus con dirección a Cartagena. Mi madre hizo huevos duros, sándwiches y compró churros rellenos. Nos metimos bien adentro en la playa para agarrar la ola más grande, jugamos a las cartas y luego regresamos. Él me golpeaba en la cabeza, como el abusivo que siempre fue, mientras mi madre nos observaba contenta.

Pero la visita fue corta, había que despedirse, lo abrazamos fuerte. Lo fuimos a dejar en taxi hasta la entrada del cementerio y antes de verlo desaparecer nos dijo que vendría a buscarnos cuando fuese nuestra hora.

Con el tiempo, junto a mi madre armamos una pastelería y nos marchamos de aquel lugar. Pasaron años, y la vida junto a ella se volvió más que una costumbre, por alguna razón sentía la necesidad de no despegarme jamás de su seno.

Pero un día, la vi caerse en la entrada de la pieza, sufría de constantes mareos, y terminó en cama por los dolores que sentía en el cuerpo, era indiscutible, le quedaba poco tiempo. De pronto, se escuchó un auto que se estacionaba afuera, y cuando vi a mi hermano levantándome la mano para saludarme, decidí cerrar la puerta rápidamente, él, no se la llevaría.

– ¿Y a ti qué te pasa? – me preguntó.

– ¡Ándate de aquí! Mi madre desde la cama escuchó su voz.

– Hijo ¿Es tu hermano el que está golpeando?

– No, no es nadie.

– Hermanito, abre la puerta si no quieres que te golpee como siempre.

Él ya no era bienvenido, no ahora, quizás más adelante. Pero Richard insistía, era lógico, se la quería llevar. Creí que en algún momento se aburriría y se marcharía junto a ese taxi. Sin embargo, nunca cesó.

– Hijo, no seas mal educado y deje entrar a tu hermano.

– No, si ya se fue.

– ¡Abre! – gritaba desde afuera.

Mi madre me tomó de la mano.

– Te amo. – Mamá, no, mi hermano puede venir otro día.

– Hijo, por favor, estoy sufriendo.

¿Qué más iba a hacer ante esa frase? Me puse a llorar sobre el vientre de ella mientras se escuchaban los golpes insistentes en la puerta y los fuertes bocinazos del taxi. Me levanté, abrí y Richard entró. Este se sentó al lado de su cama y le besó la frente.

– Pucha viejita, te ha tocado duro – le dijo.

– Si, lo sé. – ¿Vamos?

Está el taxi afuera, me va a salir más caro por culpa de mi hermanito. Entre los dos la levantamos, y la subimos al auto. Me senté con ellos atrás para ir a dejarlos. Mi madre puso su cabeza en mi pecho. Mis lágrimas desparramadas, y la música del radiotaxi.

Veía los paisajes pasar. Cuando llegamos, ellos bajaron, y desde la ventana les levanté la mano para decir adiós.

– ¿Y tú qué? ¿Piensas quedarte ahí atrás? – me preguntó el taxista mientras me miraba desde el retrovisor.

– Ah no, vayámonos, prefiero despedirme desde aquí.

 – ¿Despedirte?, Si tú te vas con ellos.

– ¿Qué? No, si yo estoy bien, aún no es mi hora.

– ¿No? Fue ahí donde lo recordé todo y mi memoria regresó, ese 23 de agosto, el día que le dispararon en la cabeza a mi hermano, yo corría a buscarlo, a abrazarlo, nunca pude ver venir la bala que terminaría con mi vida.

– ¿Y por qué yo no estuve con él todo este tiempo? -pregunté al taxista.

– Créeme que esa mujer sufrió más por ti, que por tu hermano. De él se pudo despojar, dejó irlo, pero a tí jamás te olvidó, jamás dejó que te fueras, ahora ve con ellos, te están esperando.

-LAS OPINIONES DEL AUTOR, NO REFLEJAN LAS DE LA EMPRESA-

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