Por: Dr. Antonio Meza Estrada.
Nadie ha amado tanto a Tijuana, como Teresa de Calcuta.
A ella, le fascinó esta ciudad formada por migrantes de todas partes, incluso, de México. Una pequeña ranchería que, a inicios del Siglo XX, mientras el país vivía una lamentable guerra entre hermanos, se gestaba a sí misma como esquina y destino futuro de la migración a los Estados Unidos. Es el puente para ingresar, con o sin papeles a ese país.
María Teresa llegó invitada por el Obispo Berlie. Escuchó muchas veces a los seminaristas y a los padres diocesanos: de ellos conoció la tragedia de la migración. En su infatigable hacer, iba a la penitenciaria, oraba por los desahuciados, convivía con la indigencia e iba a su sitio favorito: La colina donde se arremolinaban los migrantes esperando la noche para burlar a la migra y entrar a California.
Esa noche la saludamos en un sitio cerca al Seminario. Escuchó a Margarita, a quien el partido eligió para ir por la gubernatura. Hablaron largo y ella le pidió una bendición y apoyo. Ella quería gobernar para ir a proteger a los niños jornaleros de San Quintín, donde los tomates de exportación recibían mejores atenciones que los niños oaxaquitas con sus huaraches llenos de barro y sus mejillas enrojecidas, y rasgadas por el frío y la humedad del rocío matinal.
María Teresa la escuchó. Le conmovió oír de la desigualdad hacia los migrantes y el desprecio que recibían por autoridades y vigilantes. La ausencia de los derechos humanos mínimos…
Lloró por los que salen de sus hogares para no regresar.
Yo estaba a distancia, pero veía el asentir en esa pequeña mujer de estatura celestial. ¿Madre le inquirí –a qué hora descansa? –
“No puedo parar de trabajar. Tendré mucho tiempo para descansar en la eternidad”
Margarita se fue bendecida por la santa, quien años después llegaría a los altares.
Ambas coincidieron en el camino eterno, con unos meses de diferencia.
-LAS OPINIONES DEL AUTOR, NO REFLEJAN LAS DE LA EMPRESA-