Por Lylia Ciriam Verdugo Ruiz.

Camino por la calle de nuestra ciudad (imaginen la que sea, así evitaré anotar el nombre), desde una plaza comercial al lugar donde tomaré el transporte público. Camino unas pocas calles, escalofríos recorren mi cuerpo, el saco que porto, no es suficiente para sentirme cómoda.

Llego al semáforo, espero el cambio de color, a mi lado en el piso me sorprende el cuerpo tirado de un hombre, por más que lo evito, respiro su inmundicia, al girar mi cuerpo alcanzo a ver sus ojos entrecerrados, el vaho que sale de su boca; podría decir que hasta su mal olor. Intento recordar algo más pero sólo le vi hasta la cintura.

Caminé lo más rápido que pude para alejarme del lugar, mis pasos no llegaron tan lejos y encontré un cuerpo más tirado en la acera siguiente, testigo mudo de lo que otros sufren como el hambre y el dejo de su propia humanidad, estira la mano y se queja; veo las arrugas de su piel brillosa y sucia, como si la mugre intentaran llenar los surcos  en su rostro provocados por el dolor y el olvido de lo que fue y parece ya no querer ser.

Respiro con dificultad, el aire me falta por caminar con rapidez y el cubrebocas (que ahora debemos traer puesto todos, ja, ja, ja), menos los olvidados, los tirados en la calle o los desquiciados. Pensamiento aberrante que me sacude, intento olvidar lo visto, sigo mi loca carrera a la parada del taxi que me llevará a mi hogar.

 NO medito, ni pienso en lo que veo, sólo sigo mi trayecto en el lugar conocido, que hoy me parece ajeno y extraño. Camino pocos pasos y otro ser perdido en los laberintos de su memoria estira la mano a mi lado y exclama — ¡Déjalos, bájalos, no te hicieron nada!—

Su vestimenta color negro, empolvada me indica que también es un “sin casa”, escucho mis sentidos. Sigo alerta a todo lo que está a mi alrededor, la calle que la más de las veces es intransitable por la marea de gente que se mueve en sus aceras, hoy está vacía.

Sólo pululan los seres que escogieron este lugar como su pequeño infierno, continúo mi trayecto, llego a la esquina donde hay un puente peatonal, que está antes de una clínica de seguridad social. La calle desprende un mal olor (tiene varios días el lugar con una alcantarilla de drenaje tapada, escurre agua sucia), el hedor es menor al de los transeúntes desquiciados  y tirados que vi un poco antes.

Paso por un nosocomio, su estacionamiento tiene vehículos de la guardia nacional, policía municipal y gendarmería del Estado. Todas las unidades tienen encendidas las luces de las torretas, como anticipación al desastre a ocurrir en el sitio.

Una valla a la entrada del centro médico obstruye el paso a los familiares de los pacientes internados, nadie guarda su distancia de dos metros de separación para evitar ser contagiados por el Covid19. Debo moverme entre la gente que refleja en su rostro la preocupación a la espera de saber algo de sus enfermos.     

La muerte encuentra una belleza sin igual en los lugares concurridos, en los momentos que se olvidan los protocolos de distancia y asepsia por quienes son los familiares de las personas que por un breve tiempo estarán de visita en un hospital.

A mi paso dejo detrás lo que he visto, y aun así me inquieta la mente, haber nombrado a los seres tirados en la acera con el número que les di en mi mente (números arábigos, por cierto,  llegaron al seis).

Pensar en ellos e insistir en nombrarlos es tarea titánica, mucho más lo es pretender narrar sus propios deseos. ¿Los tienen? Por unos segundos, me siento extranjera en la ciudad que habito desde hace varios años, como si por mucho tiempo al haber estado expuesta a todo tipo de imágenes violentas en los diarios y otros medios informativos anestesiaran el sentir de cada uno de nosotros, incluso a mí.

Hay quienes consideran que deberíamos dejar de escribir de estas escenas dantescas que están en las ciudades, pero no podemos dejarlos de lado y pensar que sólo per evitar nombrarlos ya no existen. Los márgenes de normalidad llegan a ser otros al pensar en lo que pudo ocurrirles a esos seres para llegar al estado en que se encuentran, no es momento de juzgar a nadie.

Alguien comenta: ¿Dónde están los familiares de esos desposeídos? Como si ello pudiera resolver algo. En nuestra ciudad no existe un hospital del Estado que permita a las autoridades dejar a las personas que están en esas condiciones para que sean tratadas, y recuperen la salud de la memoria y posteriormente la del cuerpo.      

Se puede pensar como otros, creer que están así en las calles porque lo decidieron, lo cierto es que sólo los estudiosos de la mente podrían decirnos qué ocurre en esos seres para llegar a convertirse en lo que ahora son, representantes de una sociedad poco empática a lo que ocurre a nuestro alrededor. No diré que sólo las autoridades son responsables de que existan humanos viviendo en esa circunstancia. Todos somos responsables de las enfermedades que aquejan a nuestra sociedad, aunque nos horrorice pensar en los que viven con la mente perdida, ya que puede pasarnos a cualquiera de nosotros, sólo basta vivir algo que provoque un trauma en tu vida.  

Hoy escribo sobre un hecho que vi hace sólo cinco días, de una situación que nos aqueja a todos, al momento son unos cuantos, es tiempo de poner atención a lo que ocurre a nuestro alrededor, la mente es frágil, las circunstancias que vivimos en las ciudades, en el país y el resto del mundo son delicadas. La cantidad de Psiquiatras y especialistas de la salud mental son insuficientes para una sociedad que hoy se muestra enferma, al ver por una parte que muchos seres cercanos fallecen o han fallecido por cuestiones ajenas a nosotros, los trabajos se están perdiendo en forma que nadie pudo prever. Todos hemos debido adaptarnos a una nueva forma de trabajar y vivir cada día.

Es el momento de atender con cuidado la situación de calle de estas personas que al estar expuestas y vulnerables muestran nuestra propia fragilidad como sociedad. Brindarles ayuda no nos hace mejores, no debimos llegar al punto en que intentemos invisibilidad hacia aquellos que se refugiaron en el paraíso de su pensamiento. Y hoy, son quienes nos hacen sentir repulsión al verlos en su desgracia, atenderlos es un compromiso social, de autoridades y de la ciudadanía en general, mientras más indolentes nos volvemos, perdemos trozos de humanidad y de eso no podremos recuperarlo a menos que queramos hacerlo.

“Si los ciudadanos, practicasen entre sí la amistad, no tendrían necesidad de la justicia”.   

                                                                                               Aristóteles.

“Si una sociedad libre no puede ayudar a sus muchos pobres, tampoco podrá salvar a sus pocos ricos”.                                                                                       John Fitzgerald Kennedy.

“La verdadera locura quizá no sea otra cosa que la sabiduría misma cansada de descubrir las vergüenzas del mundo, ha tomado la inteligente resolución de volverse loca”.

                                                                                                  Heinrich Heine.

-LAS OPINIONES DEL AUTOR, NO REFLEJAN LAS DE LA EMPRESA-

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