LECTURA PARA CIEGOS

Por: Alfonso Caballero.

¿Qué es la fe? La palabra proviene del latín fides, que significa ‘lealtad’, ‘fidelidad’.

Desde el punto de vista antropológico, la fe puede comprenderse como la confianza que se deposita en alguien para que se haga digno de esa fe. Vista así, la fe es el principio mediante el cual el ser humano establece relaciones con otros, sea que se trate de otros seres humanos o de una entidad superior.

¿Por qué hago esta reflexión?

Nos preguntamos por qué se ha perdido la fe, porque ya no creemos en nada, porque ya no nos interesa a quien mataron, a quien secuestraron a quien robaron, golpearon o cuantos millones se han robado y la impunidad disfrazada de democracia y la ayuda hacia los pobres.

Hablar de fe es creer en algo. En mi vida personal yo siempre tuve fe a la vida por el amor a mis padres, a mi familia, a mi profesión, a mi trabajo, a mis amistades y hermanos. Da la casualidad que con la gran tecnología  poco a poco se han perdido todo ese tipo de sentimientos y valores que se inculcaban día a día, y sólo nos concretamos a sobrevivir sin miedo a la pandemia y a lo que pueda suceder.

Por cierto, hablando de fe, me han insistido mucho en que escriba sobre anécdotas. Todas las anécdotas que he relatado son de mi época de la niñez, porque fue una época que yo viví con mucha fe, amor, y el cariño que les tenia a mis señores padres. Como toda mi vida tuve una convivencia muy directa y diaria con mis señores padres, el día que fallecieron tuve una época o días que realmente sentía que había perdido la fe hacia la vida. Todo fue temporal y de nueva cuenta estoy de vuelta  a la vida, ya que mis padres fueron unas personas de mucha fe y mucho amor.

La fe que tenía mi madre.

Les voy a contar una anécdota muy parecida a las anteriores porque eran vivencias que a diario pasaba. La vamos a titular “LA CELIA Y EL GALLO AGUILA REAL”

Si quieren tener una idea de quién es la Celia, pueden retroceder un poco más a mis escritos, hay una anécdota muy especial publicada el 11 de junio del año en curso que tiene como título “Celia la Curandera”. No es por falta de respeto, pero yo a mi madre le decía “La Celia” y a mi padre el “Poncho”.

En los años 60, como ya lo he narrado anteriormente, vivíamos en la zona del centro que en aquel tiempo, era cerril con sus respectivas barrancas. En una de mis narrativas, les doy a entender que yo padecía de una miopía que nunca me di cuenta, hasta que posteriormente en un accidente (que narro en otra anécdota titulada “el pequeño vendedor de hielitos y esperanzas” publicada en fecha 21 de mayo de 2020), por dicha miopía y astigmatismo yo corría, brincaba como todo niño a esa edad y se daba el caso que en una vez brincando cerca de una barranca y sin ver el final de la misma, caí y al tropezar me fracturé una pierna, inmediatamente mi madre (que en aquellos tiempos era raro que hubiera un médico y menos un especialista en traumatología), le habló al sobador y no se me olvida muy claramente que le hablaron al citado “Don Pedrito” –sobador de huesos-.  De forma inmediata me recostó y me pasaba sus dos dedos pulgares por mi espinilla y peroné, -que hasta hoy sé que es el término que se les da a dichos huesos-, y al realizar su sobada y no detectaron ni él ni mis señores padres que estaba fracturado.

Al principio le decía “Viejito me duele mucho”, hasta que llegó el momento y de mi dulce voz salió llorando: “Viejito hijo de la chingada me duele” ¡y de forma inmediata me dejo de sobar informándole a mis padres que no era una torcedura sino una fractura!  Ya no sé cómo platicarles, pero en aquel tiempo compraban rollos de gazas o vendas de aproximadamente 10 Cm de ancho y te acomodaban el hueso o la fractura, dichas gasas estaban forradas de yeso, las metían en un balde con agua caliente de forma rápida para que no se secaran, te enrollaban la pierna o el brazo donde tuvieras la fractura, en pocas palabras como las momias. No tardaban más de 20 min en que dicha humedad se secara y quedara el pie forrado de yeso.

Pues esa es la situación real, que a los 6 años volví a empezar a gatear porque no se conocían las muletas.

En esa época se creó en la colonia Cuauhtémoc, donde actualmente es la casa de la cultura una granja avícola, es decir, crianza de gallinas, gallos,  pollitos y producción de huevos. Ibas directamente a dicha granja y te regalaban de 6 a 12 pollitos con el fin de que criaras tu gallinero, y así mismo en un futuro tener la producción de huevos para el sostenimiento de tu familia.

Pues se da el caso, de que a mi madre le regalan 10 pollitos y uno de ellos se crio conmigo en mi cuarto, hasta que llegó el momento que para donde yo me arrastrara el pollo andaba atrás de mí. Pasaron los meses y  me quitaron el yeso, que no se me olvida que estaba más duro que una cimentación de caja fuerte; pues para quitártelo parecía que te iban a arrancar la pierna y para volverte a adaptar a caminar por lo menos tenías que experimentar paso a paso unos 3 días para acostumbrarte.

El famoso pollito se convirtió en gallo al paso del tiempo, un gallo precioso, grande, de color blanco, barbilla y crestas rojas al color de la sangre, un pecho largo y ancho,  patas largas color amarillas, y unas grandísimas alas. Fue trasladado al pequeño corral o gallinero de dos metros cuadrados aproximadamente, gallo que bauticé como el águila real porque yo lo miraba enorme, me imaginaba a las grandes águilas que simbolizaban al gran cañón del colorado y el símbolo de los Estados Unidos de Norte América. Pero resulta, que a ese famosísimo gallo como rey del gallinero todos los días lo escuchaba  a las 5 a.m. y sacudía sus grandes alas, golpeándolas como si fueran manos, escuchándose un gran estruendo, unido con su canto cuando se levantaba mi señor padre a trabajar a la cervecería.

Cantaba precisamente todos los días a la misma hora. Yo recorría la cortina del cuarto frío de madera en el que dormíamos, y miraba que se alzaba en el gallinero sacudiendo su plumaje. Cuando mi señor padre se iba, mi madre y yo íbamos a recoger los huevos de las gallinas, que era con lo que nos alimentábamos en el desayuno diario.

Un día, dí un mal paso, tropezándome y aplastando parte de los huevos. Mi madre sin querer (porque nunca lo hacía) me regañó, diciéndome que me tenía que fijar por dónde caminaba, y parecía que me iba a tomar de los pelos y jalármelos, pero en ese preciso momento el gallo sacudió las alas y como avión o torpedo se le fue directamente a mi señora madre “La Celia” y le picó en la frente.

¡Inmediatamente salió el chorro de sangre y le cubrió gran parte de la cara!, nos salimos del gallinero y a las 6 de la tarde llegó mi señor padre, dándose cuenta del parche y moretón que traía mi madre.

Muy apartado de allí, se escuchaban los comentarios, y apenado por lo que había sucedido, llegó la hora de dormir y al siguiente día al sentir que mi papá se levantaba para ir a trabajar me llamó la atención, que mi queridísimo gallo águila real no cantó ni sacudió las alas como lo hacía a diario. Me asomé por la ventana y en ningún momento vi algún movimiento en el gallinero, sin ningún comentario porque todavía me sentía apenado, transcurrió todo el día y llegó la hora de la comida.

Era muy raro que en aquella época se comiera carne, pero sí recuerdo que comimos un sabrosísimo mole de pollo, aguantándome nunca pregunté de dónde había salido.

Lo único que les puedo decir es que nunca volví a ver a mi gallo águila real, ni volví a preguntar por él.

NOS VEMOS A LA PRÓXIMA.

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